Hay un sinfin de charcos, no había pensado en dónde se encontraba el arcoiris, seguramente en el cuepo de la mujer muerta, en las ojeras de la hija que llora o en el agrio aliento del hombre que vigila tras la estación de autobuses a los desconocidos. La pregunta me sonó extraña, no conocí antes a alguien a quien le preocuparan los discursos del cielo, sólo gente de ciudad con relojes y horarios, noticieron llenos de sangre salpicada en camisas y blusas blancas de reporteros. Imaginé entondes el cuerpo de la mujer, el nudo en el cuello de la chica, el hombre sometiendo a los desconocidos, el hambre de poder en el lujurioso enemigo de la chica de las novelas.
No contesté. Creo que la pregunta no esperaba respuesta.
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