sábado, 19 de junio de 2010

Llevaba en el pecho el mordisco de las olas y en el labio la sal del mar
estaba a la orilla, sentado, mirando los horizontes que se disolvían
y la lluvia se volvía estrellas en la sombra del rumor
de un exacto en el que se rasgaban las vestiduras del agua.

Tuve un hijo bastardo con ese hombre,
un pequeño crisol de ansiedad y penitencia;
sentí muchas veces la carne de su cuerpo
en palpitante esencia sobre la pesadilla de la soledad,
que estanca, en los parpados, las lunas eternas de la tristeza.
Luego de formar un cuerpo nuevo
un sin nombre que bebería, de mi cuerpo, las sonrisas
descubrí que  llevaba la barbilla de su padre,
la mirada de alguna abuela que mecía el viento
y los pies imposibles sobre el suelo.
Este hijo le enmarañó el pelo de canas,
se mudó a las ciudades en las que el alcohol poblaba los anuncios
nos hizo ancianos y devoró las ilusiones de nuestros ojos
caídos en otoños de compañía ilustrada con silencios.
Tuve un hijo bastardo de ese hombre, un hijo que murió
cuando él abrió los ojos y se encontró
con el amanecer y conmigo;
la desilusión le borró la mirada, dejó de construir nudos
en los espacios del horizonte falso, en el que nacía un trozo de sol.
Pasó de largo la mirada, sabiéndome invisible, desconociendo
que en alguna fotografía estábamos juntos
formando un cuerpo ajeno
una manera de consumirnos en tiempo
un bastardo que sólo tuvo una noche
como pretexto para caminar sobre la tierra...

Sigue mirando el subterráneo trozo de azules,
ese que se mezcla con la claridad del aire, ese que emerge
en un grito, como una herida de la tierra,
lo contemplo mientras se ausenta...

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