viernes, 28 de mayo de 2010

No conozco ninguna palabra más violenta que la que nace de los labios de los niños, esas criaturas sin corazón ni experiencia, a los que el mundo construye a través de la sensación.


Me descarno imaginando sus labios manchados de rojo, de rojo-palabra, entre los acentos de la licuadora que crea desayunos en sus bocas; el olor de sus cuerpos que es distinto al de las murallas que construyen mi cuerpo  avejentado, inconcluso, ahora que maduro y me voy despellejando en columnas de polvo de piel y lágrimas.


Los niños, hijos del instinto de repetirse, de mirarse en el espejo de la carne y los huesos, son lo que menos he entendido, lo que me causa susto cuando los accidentes en los que  las vestiduras  se desgarran, les dejan incompletos; cuando sus ojos grandes pierden la exclamación del mundo, cuando sus manos se encartonan y sus cuerpos repiten las heridas que nuestros progenitores escupieron sobre la sonrisa de la cuna 


No conozco seres más extraños, quizá por eso al crecer  los miramos por largos ratos, intuimos que estamos condenados.

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